Eran
de esos labios que sabían bien, que hipnotizaban y que no podías dejar de
probar una y otra vez. Quizás estaba un poco insistente al principio, pero sentía
como si hubiera salido de la cárcel, como respirar aire limpio después de un
largo encierro, aunque nada justificaba esa obsesión por morderla…
Con
todo su temor a cuestas, con la plena convicción de que no iba a estar a la
altura de las circusntancias, esperó en el lugar acordado, se quedó inmóvil un
rato cuando la vio acercarse, y así comenzó todo, con tropiezos, vacilaciones,
con demasiada adrenalina corriéndole por el cuerpo por tratarse de algo, en
principio, tan natural y cotidiano, pero no.
Cada
vez que tenía oportunidad le recordaba a sus escuchas su sueño recurrente, y
también lo que le respondía su psiquiatra cuando se lo contaba “Es el ansia de
amar y ser amado”, también respondía (repetía) que esas palabras le causaban
una risa ridícula, pero lo terminaban por conmover e invariablemente terminaba
llorando.
Comenzó
a espaciar las visitas a los lugares que frecuentaba, y cierta tarde comentó
casi al pasar, que las alles del barrio le resultaban ajenas, que ya no podía
transitarlas con la fluidez de otros tiempos, que ya no pertenecía ahí, y que
eso, justamente lo “apretaba”, término que nos pareció a todos descolocado,
pero terminamos por comprender bien. No pertenecía a ningún lugar, no era parte
de nada, le “apretaba”, le dolía el pecho, creo yo que el alma.
Se
gritaba. Se gritaba a sí mismo, y se oía. Se oía sus propios gritos lejanos
para que despertara, pero parecía cosa juzgada. Concluímos que debería ser
ciertamente encantador poder andar solo, libre por ahí, pero también ese era su
mayor dilema.
Una
tarde cualquiera de un otoño de esos melancólicos, charlando en un bar me dijo
cosas, y me quedé pensando en mi propia historia. Me dijo que los sueños en
realidad son fragmentos vívidos y centelleantes que tomamos de la realidad, la
puta realidad que se nos impone cuando menos queremos, justamente cuando
estamos construyendo el sueño y nos espabila con un gancho al mentón para
tirarnos a la lona. Y te despertás dudando de estarlo, pero evitás volver a
mirarla a los ojos para no caer en el espiral infinito de su aliento, para no
volver a envenenarte en sus labios que son de fuego, pero pueden ser de hielo,
y no querés soñar nunca más.